El legado de mi madre
Lo que aprendí de la Dra. Pfau, Abbe Pierre y los demás reforzaron una
de las lecciones que aprendí de mis padres en la cordillera Kolli Malai de la
India. Mi madre, en especial, me dejó un fuerte legado, que me llevó años
apreciar por completo. Me he referido varias veces a la vida de mi madre en las
montañas llamadas «Montañas de muerte» en donde nací. Viví con mis padres por
nueve años felices antes de ir a Inglaterra para continuar la escuela. Ahí me
quedé con dos tías en una casa majestuosa en un suburbio de Londres, la mansión
en la que mi madre había crecido.
La familia Harris era
próspera, y la casa contenía numerosos recordatorios de como había sido la vida
para Evelyn, mi madre, antes de sus días como misionera. Estaba amoblada con
caoba, y sus gabinetes se encontraban llenos de tesoros invaluables.
Mis tías me contaron
que mi madre solía vestirse con cierto lujo y me mostraron algunos de sus
vestidos de seda y encaje y los sombreros de largas plumas todavía colgados en
su armario. Vi las acuarelas y óleos que había pintado años antes pues ella había
estudiado en el Conservatorio de Artes de Londres. También había retratos
suyos; mis tías me dijeron que los estudiantes varones solían competir por el
privilegio de pintar a la hermosa Evelyn. «Se parece más a una actriz que a una
misionera», alguien había comentado en su fiesta de despedida antes de su viaje
a la India.
Sin embargo, cuando
mi madre volvió a Inglaterra después de la muerte de mi padre, debido a la
fiebre intermitente, ella era una mujer quebrantada, doblegada por el dolor y
la aflicción. ¿Podría posiblemente esta mujer doblegada y harapienta ser mi
madre?, recuerdo que pensé en ese
momento. Hice un insensato voto de adolescente, debido a lo aturdido que estaba
por el cambio que se había operado en ella: “Si esto es lo que hace el amor,
nunca voy a amar tanto a otra persona.”
Contra todo consejo
mi madre volvió a la India, y allí su alma fue restaurada.
Ella vertió su vida
en la gente de las montañas, atendiendo a los enfermos, enseñando agricultura,
dando conferencias en cuanto a los gusanos de guinea, criando huérfanos,
limpiando la selva a mano, sacando dientes, estableciendo escuelas, cavando
pozos, predicando el evangelio. Mientras yo me quedaba en la mansión de su niñez,
ella vivía en un galpón portátil, de dos metros cuadrados, que podía desarmar, transportar
y volver a armar.
Viajaba de continuo
de aldea a aldea. En sus viajes por las zonas rurales dormía dentro de un
diminuto mosquitero que no le daba protección de los elementos (cuando la tempestad
se desataba por la noche, ella se envolvía en un impermeable y levantaba un paraguas
sobre su cabeza).
Mi madre tenía
sesenta y siete años cuando yo fui a la India como cirujano. Vivíamos solos a
unos cientos de kilómetros de distancia, aunque llevaba todo un viaje de
veinticuatro horas llegar a su lugar en las montañas. Sus años activos en las
montanas habían cobrado su precio. Su piel estaba curtida por el clima, su
cuerpo infestado por la malaria, y caminaba cojeando. Se había roto un brazo y
trizado varias costillas al ser arrojada de un caballo. Esperaba que se
jubilara pronto pero ¡qué equivocado estaba A los setenta y cinco anos, todavía
trabajando en las montanas Kolli, mi madre se cayó y se rompió la cadera. Se
quedó toda la noche en el piso aguantando el dolor hasta que un trabajador la
halló a la mañana siguiente. Cuatros hombres la llevaron cargada en un catre de
cuerdas y madera montaña abajo hasta las llanuras y la pusieron en un jeep para
el agonizante viaje de ciento cincuenta kilómetros por caminos de tierra. Yo estaba
fuera del país cuando ocurrió el accidente, y tan pronto como volví programé un
viaje a las Kolli Malai con el propósito expreso de persuadir a mamá de que se
jubilara.
Sabía lo que había causado el
accidente.
Como resultado de la
presión en las raíces del nervio espinal de las vértebras rotas, ella había
perdido algún control sobre los músculos debajo de la rodilla. Cojeando, y con
una tendencia a arrastrar los pies, había tropezado en el umbral de la puerta mientras
llevaba una jarra de leche y una lámpara de queroseno. «Mamá, tienes suerte de
que alguien te hallara al día siguiente», empecé mi discurso preparado. «Podías
haber pasado días sin poder moverte. ¿No deberías pensar en jubilarte?»
Ella guardó silencio,
y yo aproveché la oportunidad para apilar más argumentos. «Tu sentido del
equilibrio ya no es tan bueno, y tus piernas no te sirven muy bien. No es
seguro que vivas sola aquí en donde no hay atención médica en un día de camino
a la redonda. Piénsalo. Apenas en estos últimos años te has fracturado las vértebras
y las costillas, tuviste una conmoción cerebral y una infección grave en una
mano. Seguro te has dado cuenta de que incluso las mejores personas a veces
tienen que jubilarse antes de llegar a los ochenta. ¿Por qué no vienes a
Vellore y vives con nosotros?
Tenemos abundante
trabajo bueno para que hagas y estarás mucho más cerca de la atención médica.
Nosotros te
cuidaremos, mamá». Mis argumentos eran absolutamente contundentes, por lo menos
para mí. Mamá ni se conmovió. «Paul», dijo al fin, «tú conoces estas montañas.
Si yo me voy, ¿quién
va a ayudar a los campesinos? ¿Quién tratará sus heridas y les sacará los
dientes y les enseñará en cuanto a Jesús? Cuando alguien venga para tomar mi
lugar, entonces y sólo entonces me jubilaré.
En cualquier caso, ¿para
qué preservar este viejo cuerpo si no va a ser usado en donde Dios me necesita?»
Esa fue su respuesta final.
Para mi madre, el
dolor era un compañero frecuente, así como el sacrificio.
Lo digo con bondad y
amor, pero en la vejez a mamá le quedaba muy poca de su belleza física. Las condiciones
primitivas, combinadas con las caídas que la lisiaron, y sus batallas con la
tifoidea, la disentería y la malaria, la hicieron una vieja enjuta y jorobada.
Los años de exposición al viento y al sol habían curtido su piel facial
convirtiéndola en cuero y surcándola con arrugas tan hondas y extensas como
ningunas que haya visto en una cara humana. La Evelyn Harris de las ropas
elegantes y el perfil clásico era un recuerdo tenue del pasado.
Mamá lo sabía tan
bien como cualquiera, y por los últimos veinte años de su vida rehusó tener un
espejo en casa.
Sin embargo, con toda
la objetividad que un hijo puede aportar, en verdad puedo decir que Evelyn
Harris Brand fue una mujer hermosa hasta su mismo fin. Uno de mis recuerdos visuales
más fuertes de ella es en una aldea en las montañas, posiblemente la última vez
que la vi en su ambiente.
Cuando se acercó, los
aldeanos habían salido corriendo para recibir las muletas y llevarla hasta el
lugar de honor. En mi recuerdo, ella esta sentada en una pared baja de piedra que
rodea la aldea, con las personas oprimiéndole por todos lados. Ya han escuchado
que ella los elogia por proteger la provisión de agua y por el huerto que
florece en las afueras.
Y ahora están
escuchando lo que ella tiene que decirles en cuanto al amor de Dios por ellos.
Las cabezas asienten y las preguntas profundas y serias surgen de la multitud.
Los propios ojos reumáticos de mi madre brillan, y estando junto a ella puedo
ver lo que debe estar distinguiendo con su visión que ya esta fallándole: caras
de mirada intensa que muestran confianza y afecto hacia alguien que ellos han
aprendido a querer.
Nadie más en la
tierra, me doy cuenta entonces, recibió tanta devoción y amor de esos aldeanos.
Ellos estaban mirando a una cara huesuda, arrugada y vieja, pero de alguna
manera sus tejidos encogidos se habían vuelto transparentes y ella era todo espíritu
gentil. Para ellos, y para mi, era hermosa. Granny Brand no tenía necesidad de
un espejo hecho de vidrio y cromo pulido... podía ver su propio reflejo en las
caras resplandecientes que la rodeaba.
Pocos anos después mi
madre murió, a los noventa y nueve años.
Siguiendo sus
instrucciones los aldeanos la sepultaron en una sencilla sabana de algodón para
que su cuerpo volviera al suelo y nutriera nueva vida. Su espíritu también
sigue viviendo, en una iglesia, una clínica, varias escuelas, y en las caras de
miles de pobladores en cinco cordilleras de montanas al sur de la India.
Un colega una vez
comentó que Granny Brand estaba más viva que cualquier persona que jamás
hubiera conocido. Al entregar su vida, la halló.
Ella conocía bien el
dolor. Pero el dolor no necesita destruir. Puede ser transformado... una lección
que mi madre me enseñó y que nunca he olvidado.
Extraído del libro “El
Don del Dolor” del Dr. Paul Brand y Philip Yancey.
Editorial Vida.
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